Aviso : Los sucesos y personajes retratados en esta entrada son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia.
- ¿Qué tal ha ido el día Ricardo? Espero que estés bien.
- Gracias Ann. Sí, ha ido bien, espero que el tuyo también.
- Bueno, hoy ha sido intenso y duro, pero bien gracias.
- Ya me imagino, lo he oído en la radio, al volver de una carrera al aeropuerto. Y he visto las ambulancias en la autovía.
- Casi diez fallecidos y cuarenta heridos, tres en estado crítico... ¡Vaya! Pensé que no lo sabías, podías haber, no sé, enviado un mensaje de ánimo o así.
- Lo pensé, Ann, pero no quería molestarte. Médico en urgencias ... no pensé que distraerte fuese buena idea.
- Ya... es una pena que no sepas comportarte. Me hubiese agradado recibir algún mensaje de aliento, aunque fuese a la hora del almuerzo.
- Y ¿qué quieres que haga Ann? No sé que hacer contigo. Jamás he estado tan perdido.
- Bueno, un genio del ajedrez conduciendo un taxi, ya deberías estar acostumbrado a estar perdido.
- No somos lo que hacemos o lo que hemos hecho, Ann. Llevaba la vida que había elegido hasta que ... en fin.
- Ricardo, tu estas casado y yo tengo pareja. Realmente no consigo entenderte. Podemos ser simplemente... no sé, ¿amigos?
- Creo Ann, que no sabes lo que quieres. Yo no puedo apagar lo que siento a voluntad. Me cuesta enormes esfuerzos no pensar en ti todo el día.
Algunas veces he tenido que preguntarle a un cliente dos veces por el destino, porque estas en mi mente incesantemente, como un veneno.
¿Por qué insistes en hablar conmigo, si no quieres nada?
De verdad, ojalá supieses lo que siento. Hay momentos en los que te odio con toda mi alma, otros en los que daría mi vida por ti sin dudarlo ni un segundo y otros en los que no puedo parar de llorar.
No puedo seguir así...
- Vale Ricardo, ya seguiremos hablando. Tu a lo tuyo.
- No, Ann, no quiero hablar mas contigo. Creo que disfrutas acercándote y alejándote y viendo como me afecta. O no te importa nadie mas que tú misma o no sabes lo que quieres o eres una cobarde, y ninguna de estas cosas me atraen.
- Que sepas que yo también te odio, Ricardo.
- Eso me vale. Ahora ya sé que también sientes algo fuerte por mí, me rechazas por tu miedo y tus prejuicios, me odias porque como yo te odias a ti misma por sentir. Pero a diferencia de mí, eres deshonesta: no tienes el coraje suficiente para asumir lo que sientes por lo que puedes perder. Eres una cobarde y una hipócrita.
- No me dices eso a la cara. Te espero en la plaza del parque frente a mi casa. Te vas a enterar.
- Estoy ahí en cinco minutos.
Cuando Ricardo aparcó el coche atardecía, había comenzado una lluvia fina, pero salió del coche completamente ajeno a lo que le rodeaba con la cara enrojecida. Se dirigió al parque a través del camino de tierra que lo cruzaba hasta una plazuela central de tierra con una fuente de piedra. Vio a Ann mientras se acercaba, con su largo abrigo beige caminando a zancadas de un lado a otro con los brazos cruzados mirando al suelo.
Se paró frente a ella.
- ¡Aquí estoy! ¿Qué me quieres decir?
Cuando Ann alzó lentamente su cabeza, su tez parecía el blanco incandescente emergiendo del fuego de su cabello pelirrojo y sus ojos negros relucían como carbúnculos del infierno.
- ¿Quien coño te crees que eres, viejo? le gritó enseñando sus dientes blancos y golpeándole con fuerza en el pecho con ambos puños cerrados.
- ¿Y quien te crees que eres tú, mocosa? le replicó él empujándola en los hombros con las palmas abiertas.
Ann comenzó a mover la cabeza de un lado al otro, con una sonrisa enloquecida y saltó sobre él dando un alarido, agarrándole el cuello e intentando abatir su rodilla en la entrepierna de Ricardo, pero este paró el golpe atrapando la pierna de Ann entre las suyas mientras agarraba sus brazos intentando que le soltase.
Perdió el equilibrio y ambos rodaron por el suelo mojado, gruñendo. Ann intentaba estrangular a Ricardo y este apretaba con fuerza sus brazos.
El pelo rojo de Ann mezclado con la tierra aparecía como las brasas de una hoguera desafiando al cielo nocturno. Estuvieron cinco largos minutos agarrados. Ann resoplaba con los dientes apretados y la cara enrojecida por la furia.
- Te odio con toda mi alma, dijo Ann, agotada.
- Yo también te odio, contestó Ricardo. Entonces apretó sus labios contra los de ella y aguantó que ella clavase las uñas en la nuca y le mordiese hasta hacerle sangrar.
Poco a poco renunciaron a seguir luchando. Llorando, Ann comenzó a saborear la sangre y a sentir el fuego que les brotaba dentro. No importaba la lluvia o la ropa, no importaba estar empapados. Entre lágrimas y risas nerviosas, se sintieron culpables, se besaron, se llamaron idiotas a si mismos, tuvieron miedo, se abrazaron. Entendieron que la vida no es justa, no es lógica, es simplemente maravillosa pero también única, que no valen las excusas ni las cadenas, que aunque intentemos no hacer daño, no podemos renunciar a estar vivos y comenzaron a compartir su tiempo en la tierra desde aquella misma tarde.
Ricardo dejó su trabajo de taxista y se fue a vivir con Ann a un pueblecito costero entre montañas. Ella atendía en el ambulatorio de la población, mientras él enseñaba matemáticas (y ajedrez) en la escuela. No dejaron de amarse al punto de perderse en el otro hasta el delirio en el que se deshace el yo en el nosotros.
Su vida fue un diálogo continuo con la naturaleza y la esencia misma de las cosas. Pocos conocían su historia, pero creaban recuerdos imborrables en todas las personas que se cruzaban con ellos: una sensación de paz, felicidad y armonía contagiaba a quienes se les acercaban.
Cuando Ricardo falleció, casi centenario, hicieron un pequeño busto en su honor en la plaza del pueblo. Ann contaba entonces setenta largos y estaba serena, ya hacía mucho que habían preparado aquel momento juntos. A la semana siguiente, cogió unas pocas cosas y se fue a pasar sus últimos años a una cabaña en una pequeña cala de Marruecos que ya habían preparado en años anteriores.